sábado, 23 de marzo de 2013

porque tio conejo tiene las ojeras tan largas

Pues señor, un día se le va antojando a tío Conejo tener una estatura mayor, y le habló a un zopilote para que lo llevara a las nubes adonde Tatica Dios. 
Tío Conejo llegó a la presencia de Nuestro Señor, que por dicha ese día estaba de buenas, y le dijo que él deseaba ser más grande, que era una gran vaina ser tan chiquillo porque todos se lo quería comer, y que por aquí y por allá.
Tatica Dios le contestó: -Bueno hombre, pero eso sí, traeme un pellejo de león, otro de tigre y otro de lagarto, y con la condición de que vos mismo los has de matar.
Tío Conejo no esperó segundas razones y sin decir adiós a Nuestro Señor, se encajó en el zopilote y volvió a la Tierra. Lo primero que hizo fue atisbar a tío Tigre y en un medio día que estaba echando una siesta, llegó quebrándose y gritando como loco: 
-¡La Santísima Trinidad! ¡Ave María, Gracia Plena! ¡Los Tres Dulcísimos Nombres!
A la bulla se recordó tío Tigre y lleno de miedo, le gritó: -¿Qué es la cosa, hombre?
-¡Tío Tigre de Dios, ni me pregunte! ¿Qué le parece que ai no masito viene un huracán? Por vida suya, amárrema con estos bejuquitos para que no me lleve-. Y daba vueltas de aquí y corría de allá.
A tío Tigre se le fue el cuajo a los talones.
-¡No diga eso, tío Conejo! ¿Y ahora qué hago? ¡No habrá por ai con qué amarrarme a mí también?
Tío Conejo tenía ya unos bejucos muy resistentes listos debajo de las hojas, y dijo haciéndose de las nuevas:
-Pues aqu¡ hay unos bejuquillos, si quiere... La cosa es que quién sabe para que pueda amarrarlo, porque tengo las manos en un temblor.
Tío Tigre le dijo: -Tantee, tío Conejo, tantee.
Y tío Conejo que era nonis para hacer nudos, lo dejó bien reateado a un palo y cuando lo tuvo as¡, comenzó a tirarle pedradas; luego que lo vió más del otro lado que de éste, se acercó con un palo y acabó de salir de él. Ya muerto lo desamarró y con su cuchillo le quitó la piel, que dejó al sol para que se oreara.
Luego se puso a cavilar cómo conseguiría la piel del león.
El sabía que había un pumita que estaba haciendo tonterías en una hacienda de ganado.
Entonces se fue adonde el dueño y le dijo: -Mire, ñor Hombre, ¿quiere que hagamos un trato?
-Vamos a ver, ¿qué es la cosa? -le contestó el otro.
-Vea, ¿quiere que salgamos de mano leoncito?
El hombre se rió y dijo: -Idiai, ¿y cómo vas a hacer, vos tan chiquitillo?
-Ai verá. Deme su palabra de que me ayudará as¡ que esté muerto en lo que yo le pida, y le prometo que de aqu¡ a diez días no tendrá ese tequio encima.
Tío conejo se lo llevó a un sitio en donde había un hoyo en forma de embudo, bastante hondo, arenoso y con las paredes lisas. El que caía all¡ tenía que perder las esperanzas de salir si no había quién le ayudara. Tío Conejo hizo al hombre cortar ramazones y tapar la abertura del hueco y darle la apariencia del suelo cubierto de hojas. Después le aconsejó que en la pura orilla atara un ternero bien gordo y él corrió en busca del león.
Cuando dió con él, le gritó: -Mano León de Dios, andaba en busca suya. ¡Viera que almuercillo más ñeque le tengo! Póngaseme atrás y verá.
Mano León de veras lo siguió y tío Conejo hizo que llevaran al lugar de modo que el otro tuviera que pasar por el hueco. Por supuesto que poner los pies sobre las ramazones y salir rodando, fue uno. A los ocho días el pobre mano León murió de hambre. Tío Conejo corrió en busca de ñor Hombre para que le ayudara a sacarlo, y cuando lo tuvo fuera, le arrancó la piel con su cuchillo, la extendió al sol y la dejó oreándose al lado de la del tigre.
Le faltaba la del lagarto.
Sabía que éste era muy parrandero y en una noche de luna cogió su guitarra y se fue a cantar a la orilla del río y a echar guipipípas.
Mano Lagarto fue saliendo y le preguntó:
-Hombré, ¿por qué estás tan alegre?
Tío Conejo le contestó: -¡Cómo quiere que no esté alegre, si voy a un baile donde hay cuatro muchachas!... (Tío Conejo se llevó la mano a la boca y se besó la punta de los dedos).
-No digás, hombré, no digás. ¿Y eso dónde es?
-Por ai, por ai... -Y tío Conejo hizo que seguía adelante.
Mano Lagarto le dijo: -¿Por qué no me llevás, compadrito?
-A m¡ no me gusta andar con aretes- le respondió tío Conejo.
-Bueno, ¡qué caray! ¡Pero, eso s¡, ciudado con la cuenta! ¡Ciudado con ir a hacer una que no sirve!
El otro le hizo mil juramentos y se pusieron en camino. Pero tío Conejo se hizo el renco y mano Lagarto le propuso que se le subiera encima. Tío Conejo se encaramó sobre mano Lagarto, y a poco andar le dió con toda alma un garrotazo con un guayacancito que traía escondido. Pero no tuvo buena puntería y apenas lo dejó atarantado. Tío Conejo se las mandó cambiar y mano Lagarto pasó varios días sin poder ver el sol claro.
Tío Conejo no hacía más que tratarse mal él mismo:
-¡ah gran chambón! ¡Achará! ¡Lo que es otra como ésta no se te presenta!
Pero no se dió por vencido y se fue a buscar una lora que vivía cerca del río donde habitaba mano Lagarto. Se aconsejó con ella para que a la tardecita, cuando él pasara, le hiciera ciertas preguntas. De veras, a la tarde pasó tío Conejo por all¡ y la lora le gritó a todo galillo:
-Hombré, tío Conejo, ¿para dónde camina? 
-Pues para el matrimonio de la hija del rey.
¡Viera que festarr¡n! Haga el ánimo y nos vamos.
Al o¡rlos se asomó mano Lagarto y al ver a tío Conejo, se puso muy caliente.
-¿Con qué ai andás, gran tal por cual? Ahorita te contaré...
El otro se puso fuera de su alcance y preguntó a la lora: -¿Quién es ese joven tan elegante? Yo no lo conozco. Si es la primera vez que lo veo y no sé por qué tan bravo conmigo.
-¡Venime a m¡ con esas! ¿Crees que fue poco el garrotazo que me zampaste el otro día?
-Ajá, ya caigo- dijo tío Conejo-. Este me confunde con mi hermano, que es un sinverguenzón de siete suelas. Cabalmente ahora lo tienen en la cárcel por una que hizo. ¡Vieras los chascos que yo me he llevado por ése! ¡Es que somos igualitos!
Mano Lagarto se la compró: -íah! ¿Con qué no eres vos? ¡Ve! Pues ai dispensame. ¿Y para dónde la llevas?
-Pues al matrimonio de la hija del rey. Es que voy a ser padrino. Aquello va a estar de vuelta y media. ¡Un parrandón! Bueno, me las caiteo. Hasta lueguito.
Mano Lagarto estaba que se las pelaba de ganas de ir.
-Hombré, ¿por qué no me llevás? 
-Con mucho gusto. Véngase.
Y se fueron.
Allá al mucho andar, tío Conejo hizo como que se daba un tropezón y cayó dando quejidos: -íay! íay! íay! Yo creo que me lisié un pie. Ahora s¡ que estoy galán. Mejor será que se devuelva, mano Lagarto, y me deje aqu¡. Yo no puedo dar un paso. 
-¿Cómo va a ser eso? íadiós! Encájatemee encima y vamos al matrimonio. All¡ no faltará quien te sobe. ¿Qué diría el rey si no llegaras?
-No me atrevo. Es mucha grosería. ¿Qué parecía, que tras que me ha hecho usté el favor de acompañarme, también vaya a tener que cargar conmigo?
-¡Adiós! ¿Y eso qué tiene? Montate y dejate de ruidos.
-Lo que el sapo quería -pensó tío Conejo. Y con mil y tantos trabajos se puso sobre mano Lagarto.
Tío Conejo iba en un quejido y el otro por distraerlo, le metió conversación:
-Hombre, tu hermano sí que fue tonto. En vez de darme por la nariz, me dió por la nuca.
No había acabado de decirle, cuando tío Conejo le dejó ir un garrotazo por la nariz que lo dejó tieso allí no más.
Sacó su cuhcillo, y le cortó la piel y lo dejó que se oreara.
Cuando lo estuvo, llamó al zopilote y le habló para que lo llevara con todo y pieles adonde Tatica Dios. As¡ que llegaron ante Su Divina Majestad, tío Conejo, sin andarse con muchas aquellas, le tiró a los pies los pellejos: -¡aqui tiene!... 
Ese día Nuestro Señor no estaba de muy buenas pulgas. 
-Bueno, ¿y qué hay con eso? -le preguntó de mal modo. 
-Nada, pues que usté me dijo que le trajera una piel de tigre, otra de león y otra de lagarto, muertos por mí y aquí están. Y que si se las traía me haría más grande.
Nuestro Señor exclamó: -¡ah gran indino! ¡Se me puso que te ibas a salir con las tuyas! ¡Ya me parece las que has hecho en la Tierra!
Entonces lo cogió de las orejas y les dió tan gran jalonazo que se estiró tamaño poco. (Ha de saberse que antes, antes, tío Conejo tenía las orejas chirrisquitillas). Después le dijo:
-¡Y te me quitás de aquí, zángano!
Tío Conejo salió a pito y caja, sobándose las orejas y Tatica Dios al verlo por detrás, no pudo dejar de echarse una carcajada y con esto se le fue el mal humor.

tio conejo ennoviado


Allá una vez hizo la tuerce que tío Conejo se enamoró de tía Venada al mismo tiempo que tío Tigre. Y tía Venada, yo no sé si de miedo o porque de veras le gustaba, al que correspondía era a tío Tigre.

Pero tío Conejo no se achucuyó ni se dió por medio menos, sino que se puso a idear cómo haría para quitarle la novia.

Atisbó un día en que tío Tigre no visitaba a tía Venada y fue llegando:

–Hola, ñatica, ¨qué hay del amor? Ai andan regando que usté está en grandes con tío Tigre…

Tía Venada se chilló y quería hablar de otra cosa, pero el muy zángano se puso a echarle pullitas, y por aquí y por allá, hasta que la otra dijo que sí, y que ya tenían plazo para casarse.

–¡Hum! ¡Mala la chica! –pensó tío Conejo y se puso a decir:

–Mire, tía venada. ¿Ud. es tontica de la cabeza o es que se hace? Quién dispone irse a casar con ese naguas miadas de tío Tigre… Si ese es un mamita de quien yo haga lo que me da mi regalada gana. Con decirle que a veces hasta de caballo me sirve.

–Eso sí que no puede ser.

–¿Que no puede ser? ¿Cuánto apostamos, tía Venada?

–Lo que quiera, tío Conejo.

–Convenido. ¿Si llego un día de estos montando en tío Tigre nos casamos?

–Convenido.

–Bueno, pues trato hecho nunca jamás deshecho.

Entonces tío Conejo se le puso atrás a tío Tigre sin que éste supiera, y un día que lo vió zamparse un ternero, se tiró en el camino por donde tenía que pasar, y se puso a dar unos quejidos que llenaban de agua los ojos:

–¡Ay, ay, ay, mi patica de mi alma! ¡Malahaya sea ese tagarote!

En esto llegó tío Tigre y como tenía la panza llena, estaba de buenas pulgas.

Se acercó tío Tigre y con muy buen modo le preguntó:

–¿Idiai viejito, qué es la cosa, qué le pasa?

–Pues no ve, tío Tigre, que me agarró un perro y no sé como estoy contando el cuento. Y la cosa es que iba para donde tía Venada a darle un recadito que precisa.

Al otro se le alegró el ojo donde le mentaron a tía Venada.

–Adió, tío Conejo, no faltaba más. ¿Y los amigos para qué somos? Venga, encájese en mí y lo llevo en una carrerita.

–Dios se lo pague, estimado. ¿Quién otro lo había de hacer?

Y en un grito se encaramó en tío Tigre, que lo llevó a casa de tía Venada.

Por supuesto que cuando embocaron en la calle en que ella vivía, tío Conejo dejó de mariquear y se echó para atrás con mucho garbo y se puso una mano en el cuadril, y cuando vió a tía Venada asomarse a la ventana, le hizo de ojos y que se callara.

Bajó de su cabalgadura y renqueando se acercó a tía Venada como para darle el recado y queditico le dijo:

–Ve, cholita, como le cumplí. Pero hágase la tonta, porque ése viene con hambre y cuando está con hambre no es cómodo. Mejor chito en boca, no vaya a ser cosa que en un momento de cólera se la coma. Como es así… Cuando está con hambre no sabe lo que hace…

Tía Venada se quedó chiquitica y se puso con el corazón que se le salía.

Tío Conejo se volvió a montar en tío Tigre y se fueron.

Otro día llegó tío Tigre a ver a tía Venada y aunque era muy mínima, no se quiso quedar con aquello adentro.

–¿Idiai?, tío Tigre, por qué andaba sirviéndole de caballo a tío Conejo?

–Pero, hija, si no era de caballo, sino que esto y esto–. Y tío Tigre le contó lo que había pasado.

–¡Ve lo que es ese lengua larga!

Entonces tía Venada le puso en pico las rajonadas con que había llegado el otro.

Tío Tigre se puso muy ardido de que tío Conejo lo hubiera hecho caer de leva delante de su novia.

–Va a ver ese chachalaca la que le va a pasar. Conmigo no juega así no más.

Y tío Tigre salió haciendo feo.

En eso iba pasando tía Ardilla, que era comadre de tío Conejo, porque tío Conejo le había llevado dos güirrillos a la pila.

Tía Venada que era muy lenguona y que no podía quedarse con nada adentro, la llamó:

–Adiós, niña. ¿Para dónde la lleva? Venga acá, porque tengo que contarle una cosa.

De veras la otra se acercó y tía Venada le echó el cuento y que lo que era a tío Conejo se lo iba a llevar candanga.

Tía Ardilla se despidió y se fue a buscar a tío Conejo para prevenirlo.

Cuando lo encontró, le dijo:

–¡Compadrito de Dios, si no se las menea no doy un cinco por su pellejo!

Y le contó.

–Ajá ¨con que esa nariz de panecillo fue con el cuento? –dijo tío Conejo–. Yo le voy a contar. Y mire, comadrita, usté me va a ayudar a salir de tío Tigre. Búsqueselo y me le dice esto y esto, para hacerlo ir al pedrón aquél que está cerca del ojo de agua. ¿Recuerda?

–Sí, cómo no.

–Bueno,pues, cuento con Ud.

–No tenga cuidado.

De veras, tía Ardilla se puso a buscar a tío Tigre y al fin dió con él.

Se sentó en una rama bien alta de un árbol, con la cola derecha que la hacía parecerse a una muñequita que tuviera mucho pelo y lo llevara suelto, y con una risita muy fregadita, dijo:

¡Is! Tío Tigre, y Ud. piensa quedarse así no más con tío Conejo. Ai anda ventiándose la boca con que usté es uno de sus caballos y dándose taco con que el otro día pasó por donde tía Venada montado en usté. Yo que usté le ponía la paletilla en su lugar.

–¡Eso dice ese boca abierta! Ese…

Pero a tío Tigre se le trabó la lengua de cólera y no pudo decir más.

–No es por nada, tío Tigre, pero él tiene la cuevilla debajo de aquél pedrón que está cerca del ojo de agua.

El otro no esperó segundas razones y cogió para allá.

La tal piedra había estado metida en un paredón, pero el agua de la lluvia había lavando la tierra y ahora estaba sostenida, por puro milagro, de unas raicitas y bastaba el esfuerzo de un ratón para que saliera rodando.

Tío Tigre venía que ni veía de la rabia y llegó derecho a olisquear debajo de la gran piedra.

Tío Conejo estaba allí detras esperando, y cuando lo vió, mordisqueó las raicitas y el pedrón rodó y cogió a tío Tigre que no pudo hacer ni cuío.

Entonces tío Conejo se fue a buscar a tía Venada y le dijo:

–Venga conmigo, ñatica, y verá a su querer como está.

De veras, tía Venada fue con tío Conejo y se va encontrando con tío Tigre hecho una tortilla. Al verlo cayó con un ataque y cuando volvió en sí, comprendió que de repente se iba a quedar para vestir santos; entonces con mucha labia le dijo a tío Conejo que si gustaba de casarse con ella, estaba a su disposición.

Tío Conejo le respondió:

–¡Ich! ¡Ahora sí soy bueno! Vaya a freir monos, viejita. Yo no quiero nada con gente cavilosa. ¿Quién la tenía yéndole con el cuento al otro, para que me cogiera tirria? Ai ha tenido que andar a monte, y ni gusto para comer tenía. Cásese si quiere con la zonta de su agüela.

Y tío Conejo echó a correr monte adentro y dejó pifiada a tía Venada

como tio conejo les juega sucio a tia ballena y tio elefante

pues señor, allá una vez tío Conejo se fue a cambiar de clima a la orilla del mar. Un día que andaba dando brincos por la playa se va encontrando con tía Ballena y tío Elefante que estaban en gran conversona. Tío Conejo se escondió entre unos charrales y paró la oreja para ver en qué estaban. Y en lo que estaban era en que el uno al otro no hallaban donde ponerse: Que, -tía Ballena, a usted sí que no hay quien le gane en fuerzas y eso de que ya se tomara usted tener las mías, es hablar por el hueso de la nuca. Que, -adió tío Elefante, no me salga con eso. usted sí que es ñeque. Sí, sí, donde se llora está el muerto... Y que esto, y que el otro, y que por aquí y que por allá. Bueno, para no cansarlos con el cuento, llegaron a convenir en que los dos tenían fuerzas y que lo mejor que podían hacer era unirse para gobernar toda la tierra. Pero a tío Conejo no le hicieron naditica de gracia aquellos planes y se puso a pensar: pues lo que soy yo les voy a dar una buena chamarreaban a ese par de monumentos, ¡Ay! ¡Y la enredada de pita que les voy a dar! Y no fue cuento sino que enseguida se puso en funcia: se fue a buscar una coyunda muy fuerte, muy fuerte y muy larga, muy larga; después yo no sé de dónde se hizo de un tambor que escondió entre unos matorrales y corrió a buscar a Tía Ballena. Por fin dio con ella. Tía Ballenita de Dios. ¡Qué a tiempo me la encuentro! ¡Viera qué caballada me ha pasado! ¿Pues no se me metió la única vaquita que tengo entre un barril como a media legua de aquí? No diga eso niño, ¿y eso cómo? ¡Sepa Judas! El caso es que allí me la tienen en ese atolladero y como es tan poquita, está llora y llora, con el barro hasta el pescuezo.

Por vida suyita Tía Ballena, sáqueme de este apuro, usted que es él más fuerte de todos los animales y además tan noble. Tía Ballena se volvió muy chiquiona al oír estos pericos y al momento se puso a las órdenes de Tío Conejo. ¡No faltaba más, sino que se le fuera a ahogar en barro su vaquita, estando ella allí! ¡Quién otra lo podía hacer! -dijo Tío Conejo-. ¡Bien me lo habían dicho, que no la vieran tan grande que hasta que da miedo, pero con un corazón que es un alfeñique! Lo que vamos a hacer es que yo voy a amarrarle una punta de esta coyunda de la cola y la otra voy a ver cómo se la amarro a mi vaquita. Cuando todo esté listo toco en mi tambor. Al oír el redoble, se me pone usted a jalar con toda alma. Ni diga más Tío Conejo, no me llamo Tía Ballena si no se la saco aunque este hundida hasta los cachos. De veras, Tío Conejo amarró la coyunda de la cola de Tía Ballena y después el muy papelero, cogió tierra adentro haciéndose el afanado. Apenas calculó que la otra no lo veía se puso a bailar en una pata y a cantar. Después se fue a buscar a Tío Elefante y cuando lo divisó se hizo el encontradizo: -¡Ay Tío Elefante, sólo Dios pudo habérmelo reparado!- ¡Vieras en las que ando! ¿Qué es la cosa hombre? - preguntó Tío Elefante. ¿Pues qué me había de pasar? Que le parece que tengo una novillita chúcara que se me ha metido entre un barril a media legua de aquí y no hay modo de sacarla. Allí estoy desde buena mañana sudando la gota gorda y la confisgada cada vez se hunde más. Mire Tío Elefante, usted que es tan fuerte y tan noble, que dicen que nadie le gana, por qué no hace una gracia conmigo y de un tironcillo con su trompa, como quien no quiere la cosa, me la saca.

Tío Elefante le dijo que bueno, que le explicara lo que tenía que hacer. Tío Conejo contestó: -Pues nada más que dejarse amarrar el extremo de esta coyunda de su trompa. Enseguida iré yo y con mil y tantos trabajos amarraré mi novillita de la otra punta. Cuando todo esté listo redoblaré en mi tambor y entonces usted se pone a jalar con toda alma porque está muy metida. No tengas cuidado y aunque fuera más pesada que mil vacas juntas yo la saco. Si eso es un juguete para mí. Amarrá bien, hombre. Tío Conejo le requintó bien la coyunda en la trompa y luego se alejó en una pura micada como sí fuera muy agradecido. Así que estuvo a la mitad de la distancia entre los dos, sacó el tambor y se puso a redoblar. Tía Ballena comenzó a tirar, pero la vaquita no-tenía trazas de salir. Tío Elefante jalaba y jalaba y nada. ¡Demontre con la vaquita para pesar! ¡Carasta! Si la novillita chúcara pesa más de lo que yo pensaba. Y siguieron cada uno por su lado a más y mejor. En una de tantas, como Tío Elefante se iba arrollando a la coyunda en la trompa, se trajo a Tía Ballena a tierra; pero Tía Ballena se calentó tanto, que no supo a qué horas se tiró al agua y fue a dar al fondo y ya me tienen al otro patas arriba corriendo hacia la playa sobre el espinazo. Del colorón dio tal jalonazo que se volvió a traer a Tía Ballena a la superficie. ¿Quién es el atrevido que está en ese juguete conmigo? ¿Conque esa era la vaquita? ¿Quién es el tal por cual que no me respeta? ¡Miren la novillita chúcara! - gritó Tío Elefante que había hecho a un lado su cachaza y estaba más caliente que un avispero alborotado. ¡En esto se van viendo! ¡Ave María, Gracia Plena! ¡Aquello sí que era contento! ¡Qué bocas y lo que se dijeron! ¡Yo te contaré, trompudo, labioso, poca pena! ¿No te da vergüenza ver que te cogí la maturranga? ¡Creyó que yo me iba a dejar, como soy una triste mujer, para quedarse gobernando solo! ¡Cállate vieja bocona!.

¡A vos que no se te puede creer! ¡Quería salir de mí para quedarse reinando...! ¡Convidándome para que gobernáramos juntos y ya con su tortón entre la jupa! Y no fue cuento, sino que se pusieron otra vez a tirar de la coyunda cada uno por su lado. Por fin la coyunda no resistió y ¡Trac! Reventó y Tía Ballena bien acardenalada y con la cola desollada fue a parar a los profundos y Tío Elefante fue a dar por allá, otra vez patas arriba, con la trompa bien luyida. Y Tío Conejo que ya no aguantaba el estómago de tanto reír, escondido entre los charrales. No hay para qué decir que Tío Elefante y Tía Ballena quedaron enemigos y se quitaron el habla para siempre. Y cabalmente eso era lo que Tío Conejo andaba buscando, para que no volvieran a hacer planes de gobernar ellos dos la tierra.

tio conejo y tio coyote


Una viejita tenía una huerta que era una maravilla.

Allí encontraba uno todo: rabanitos, culantro, tomates, zapallitos y chayoticos tiernos, lechugas. Pero la viejita comenzó a encontrar los quelites de las matas de chayote y de zapallo comidos, y después, daños por todo. Entonces hizo un gran muñeco de cera y lo plantó en la puerta.

Pues, señor, el caso es que tío Conejo era el de aquel tequio; se metía en las noche y se daba cuatro gustos gurruguseando por todo.

Cuando llegó y se encontró con aquel espantajo, se escondió detrás de unas matas a examinarlo. y al convencerse de que no se movía y que era de mentiras, la picó de valiente, se acercó y le dijo: –¿Idiai, hombré, a ver qué es la cosa? Echémonos, a ver si vos me podés atajar.

Y tio Conejo le metió su moquete, pero como el muñeco era de cera, tío Conejo se quedó pegado. Le dio mucha cólera y le metió otro moquete y se quedó pegado. Por despegarse comenzó a patalear y se quedó pegado de las dos patillas; metió la cabeza y se le pegaron las orejas.

En esto amaneció y salió la viejita a su huerta y se va encontrando con mi señor, bien pegado del muñeco.

–¡Ajá, con que ya di con lo que era! ¿Con que vos eras, confisgado, el que estabas acabando con mi huerta? Aguardate ai y verás. Ahora te voy a pelar, a ver si te quedan ganas–. Y lo cogió y lo metió entre un saco; lo amarró y lo dejó a un ladito en la cocina, mientras iba a traer el agua.

–¡Ah vaina la que me fue a pasar! -se puso a pensar tío Conejo. Y comenzó a pegar unos grandes gritos: –¡Sáquenme de aquí! ¡Sáquenme de aquí!

En esto iba pasando tío coyote y a los gritos, se fue metiendo hasta la cocina a ver qué era. Cuando llegó junto al saco, preguntó: –¿Quién está aquí; –Tío Conejo le contestó: -Pues yo, tío Conejo, que me tienen entre este saco porque me quieren casar con la hija del rey, y yo no quiero. Yo no me quiero casar.

Tío Coyote le dijo:

–¡Que mamada! ¡Con la hija del rey– !¡Así quien no…! ¿Qué más querés?

Tío Conejo le dijo: –Pues ni aun así. Ya ves que es la hija del rey, y todavía si me la dieran encasquillada en oro, diría que no. ¡Qué vaina! ¡Qué vaina! El buey solo bien se lame. Yo que pensaba morir soltero…

Tío Coyote dijo: –¡Cuándo yo! ¡Más bien estaría bailando de la contentera! Yo sí que no me haría el rosita como vos.

Entonces tío Conejo le propuso: Mirá, ¿por qué no me soltás y te metés vos en mi lugar? En la ceremonia el novio va a estar metido entre el saco, para que la princesa no se de cuenta, porque el rey es el de la gana de que yo me case con su hija. Y una vez pasada la ceremonia, el rey tiene que convenir.

El muy no nos dejes de tío Coyote, sin acordarse de que ya otras veces tío Conejo le había jugado sucio, convino. Desamarró el saco y salió tío Conejo; se metió él, y tío Conejo lo amarró y ¡paticas! por aquí es camino…

Se escondió entre unos matorrales para ver en qué paraba aquello.

Volvió la viejita con su tinaja de agua. Puso una olla de agua al fuego y se sentó a esperar. Tío Coyote, donde oyó gente, por quedar bien comenzó a decir: –¿Idiai, a qué hora viene la princesa? Ahora sí, ya tengo ganas de casarme.

–Sí, princesa te voy a dar yo sé por dónde– le contestó la viejita.

Cuando el agua estuvo hirviendo, desamarró el saco y se asomó. –¿Ajá, con que de conejo se volvió coyote! Está bueno.

Y tío Coyote, vuelto una agua miel, respondió: –Si señora, pero yo si tengo mucho gusto en casarme.

La viejita cogió su olla de agua hirviendo y se la echó por la trasera.

El pobre tío Coyote salió en un alarido, y en carrera abierta. Cuando lo vio pasar tío Conejo le gritó:

–¡Adiós, tío Coyote c… quemao, por amigo de ser casao!

***

Allá a los días, en una que va y otra que viene, se va topando tío Conejo con tío Coyote. Tío Conejo se quedó como el día en que lo habían de enterrar–. ¡Hijo del padre! ¡Ahora sí que me llevó quien me trjo! –se puso a pensar.

Verlo tío Coyote y ponerse como un jarro zonto, todo fue uno.

–¡Bueno, tío Conejo, yo y usté tenemos que arreglarnos…!

Tío Conejo se hizo el tonto: –Y ¿eso de qué, tío Coyote? Yo espulgo mi conciencia y veo que en nada lo he ofendido.

–Sí, callate solfas. Por dicha que ya yo sé con la tusa con que me rasco. Encomendate a Dios, porque aquí me las vas a pagar todas juntas.

Tío Conejo, mientras tanto, estaba volando ojo para todos lados. A la orilla de una cerca había un palo de zapote cargadito de zapotes. Entonces dijo: –Bueno, tío Coyote, ¿qué vamos a hacer? El que puede, puede. Pero eso sí, que antes de acabar conmigo, me deje subir a ese palo de zapote a comerme un zapotico que estoy viendo desde aquí, madurito que no sé cómo no se ha caído. No me mande al otro lado con la gana. Tome mi mano que vuelvo a bajar para que me tasajee.

–¡Qué caray! –contestó el otro–, andá y comete el zapote, que en seguida será otro cantar. Y lo que es yo no me quito de aquí hasta que bajés.

No bien había acabado tío Coyote de consentir, cuando iba mi señor palo arriba diciendo:

–¡Carachas! ¡Que me he visto en alitas de cucaracha! ¡Enainas me almuerza!

Ya arriba, se puso a hacer que comía zapote y a decir: –¡Qué zapotes! ¡Si es como estar comiendo sobao! ¡Qué ricura!

Hágase de cuentas, tío Coyote, que tatica Dios encerró entre estas cáscaras terrones de dulce.

Tío Coyote ¿quiere que le tire uno para que pruebe?

–Bueno –respondió el otro.

Allá te va; abra la boca y cierre los ojos.

De veras: el otro gandumbas va abriendo ei hocico y Tío Conejo buscó el zapote sazón más galano que encontró y se lo dejó ir con toda alma hacia la boca.

Por supuesto que le apió cuanto diente tenía y el pobre tío Coyote dijo a correr pegando el grito al cielo.

***

Fueron pasando días y en una de tantas, en una noche de luna, vuelve a dar tío Coyote con tío Conejo.

Todo moletas, le dijo mientras lo agarraba de las orejas: –Lo que es de ésta sí que no escapás, grandísimo tal por cual. Mirá cómo me tenés…

Y tío Conejo, aunque no era del caso para reírse, ya no aguantaba las ganas, al ver al pobre tío Coyote sin dientes y al recordar cómo andaría la trasera.

–Pues bueno, tío Coyote, ¡qué vamos a hacer! Cuando usted dice este macho es mi mula, nadie lo saca de ahí. Dios sabe que nada le he hecho con intención de hacerle daño. Es que vea, tío Coyote, yo soy más torcido que un cacho de venado con usté, y cada vez que quiero hacer una paloma me sale un sapo. ¡Que el señor le dé paciencia conmigo!

Y tío Conejo dio un gran suspiro.

Callate, vende miel y bebe sin dulce. Quien no te conoce que te compre.

–¿Sabe para dónde iba, tío Coyote? Pues a atiparme de queso. ¡Viera qué queso! Hasta que se ve amarillito.

–¿Y dónde está? –le preguntó tío Coyote.

–Pues ande y vamos.

Y echaron a andar, tío Coyote sin soltar a tío Conejo.

Llegaron a un gran charco y en el fondo de él se reflejaba la luna llena.

–Tío Conejo dijo:

–Mire, tío Coyote repare qué queso. Yo creo que hay para un aóo. Y diga si no se le ve chorrear la mantequilla.

Y el otro Juan Vainas contestó: –De veras, tío Conejo. ¡Qué hermosura! ¿Y cómo hacemos para cogerlo?

–Muy sencillo. Pongámonos a bebernos el suero.

No es mucho y ahorita lo acabamos.

Y dicho y hecho, se puso a hacer que bebía. Tío Coyote sí, se puso muy en ello a beber y beber, a beber hasta que por fin ya no le cabía.

–¿Ay, tío Conejo de Dios! Ya no aguanto.

Tío Conejo respondió: –Aturrúsele tío Coyote, ya entre poco acabamos.

Allá al rato, jadeando y con la panza como una tambora, volvió a decir tío Coyote: –Ja.. jaa…, ja… ¡Ay, ya no aguanto!

–¿Sabe lo que vamos a hacer? dijo el indino de tío Conejo. Pues mire, tío Coyote, vamos a pegar una carrera en esa cuesta, para que se nos baje el suero, y enseguida volvemos a acabar con lo que falta.

El otro convino, tío Conejo lo cogió de una mano y salió con él cuesta abajo.

Tío Coyote no pudo ni gritar y en media cuesta se oyó como cuando revienta una vejiga de res inflada.

¡Pues qué era! Pues el pobre tío Coyote, que llevaba la panza como una timba, había reventado en la carrera.

Y tío Conejo que por dos veces se había visto a palitos para no ir a parar a la panza de tío Coyote, pudo ya andar tranquilo para arriba y para abajo.

juan el de la carguita de leña


Había una vez una viejita que tenía tres hijos: dos vivos y uno tonto. Los dos vivos eran muy ruines con la madre y nunca le hacían caso, pero el tonto era muy bueno con ella y era el palito de sus enredos. Los dos vivos se pasaban en la ciudad haciendo que hacían, porque eran unos grandes vagabundos. Lo cierto es que el tonto no era nada tonto, pero como era tan bueno lo creían tonto, porque así es la vida.

Pues señor; un día lo mandó la anciana a la montaña a traer una carguita de leña. El fue e hizo una buena carga, y cuando estaba rejuntando las burusquitas para que su madre no le costara encender el fuego por la mañana, se le apareció una viejita que traía una varillita en la mano.

Ella le dijo:– Mirá, Juan, aquí te traigo esta varillita de regalo. Es como un premio por lo sumiso que sos con tu mama.

Juan preguntó: –¿Y para qué me sirve?

–Para todo lo que se antoje: ¿que querés plata? Pues a pedírsela a la varillita. Y si no, mirá: cuando estés muy cansado, vas a tocar con ella la carga de leña y al mismo tiempo le decís: Varillita, varillita, por la virtud que Dios te dió, que mi carguita de leña me sirva de coche y me lleve a casa.

Así lo hizo Juan; se sentó en la carga de leña y en un abrir y cerrar de ojos estuvo en su casa.

Juan no dijo a nadie una palabra de lo que le pasara. Pero desde ese día no volvió a caminar por sus propios pies, sino que andaba para arriba y para abajo encajado en la carga de leña. Y cuando su madre o sus hermanos le preguntaban, se hacía el sordo.

Sucedió que las hijas del rey venían de cuando en cuando a bañarse en una poza que había cerca de la casa de ellos. Un día de tantos, salió la menor en un vivo llanto del baño porque se le había caído en el agua su sortija. A cada una de las niñas le había regalado el rey un anillo nunca visto, y que se encomendara a Dios la que lo perdiera.

A la noche llegaron los dos vivos con el cuento de que el rey estaba que se lo llevaba la trampa, porque la menor de las princesas había perdido su sortija en la poza, y que Su Majestad había ofrecido que aquel que la encontrara, sería el marido de su hija.

Apenas amanaeció, corrieron los dos vivos a buscar en la poza, pero nada. Así que se fueron ellos, llegó el tonto con su varillita, tocó el agua y dijo: –Varillita, varillita, por la virtud que Dios te dió, reparame la sortija. –Y deveras, la sortija salió y se ensartó en la varillita. La guardó, tocó con su varillita la carga de leña, y pidió que ésta lo llevara al palacio del rey.

Cuando estuvo ante la puerta, los soldados que estaban de centinelas, lo cogieron de mingo, y por supuesto, no querían dejarlo entrar.

Pero el tonto armó un alboroto. El rey oyó y mandó a ver qué era aquella samotana y al saberlo ordenó que lo dejaran pasar.

Y fue subiendo escaleras arriba, arrodajado en su carga de leña y así entró en el salón, en donde estaba el rey con toda su corte. Bajó de su vehículo alguillo chillado, sacó la sortija de su bolsa y dijo: –Señor rey, aquí traigo la sortija de la niña, y a ver en qué quedamos de casamiento.

Todos al verlo entrar, reían a carcajadas y al oír sus pretensiones, quisieron echarlo a broma y a decir que la miel no se había hecho para los zopilotes. Pero cuando oyeron al rey decir que estaba dispuesto a cumplir lo prometido, se quedaron en el otro mundo.

La pobre princesa comenzó a hacer cucharas y por último soltó al llanto.

Las tres niñas se tiraron de rodillas ante su padre y se pusieron a rogarle, pero él les dijo: –Yo di mi palabra de rey y tengo que cumplirla.

Luego cogió a su hija menor por su cuenta y se puso a aconsejarla con muy buenas razones, porque este rey no era nada engreído: –Vea, hijita a nadie hay que hacerle ¡che! en esta vida. No hay que dejarse ir de bruces por las apariencias. ¡Quién quita que le salga un marido nonis! Y en esta vida, uno se hace ilusiones de que porque a veces se sienta en un trono es más que los que se sientan en un banco. Pues nada de eso, criatura, que sólo Cristo es español y Mariquita señora…

Y por ese camino siguió calmando a su hija, pero ella como si tal cosa, no dejaba su llanto y sus sollozos, porque no hallaba cómo casarse con aquel hombre tan infeliz. Y cuando recordaba que había entrado en el salón sobre una carga de leña y que todos se esmorecieron de la risa, sentía que se le asaba la cara de verguenza.

Pero no hubo remedio y llegó el día del casorio.

La madre y los hermanos del tonto estaban en ayunas de la que pasaba.

Bueno, pues llegó el día del casorio, que sería a las doce del día en la Catedral.

El tonto salió como si tal cosa, montado en su carga de leña, pero al ir a entrar en la ciudad, tocó la carga con su varita y dijo: — Varillita, varillita, por la virtud que Dios te dió, que la carga de leña se vuelva un coche de plata, con unos caballos blancos que nunca se hayan visto, y yo un gran señor muy hermoso y muy inteligente–. Y la carga de leña se transformó en una carroza de plata y él, en un gran señor.

Cuando la gente vió detenerse aquella carroza frente al palacio y bajar aquel príncipe tan hermoso se quedó con la boca abierta.

La princesa estaba en un rincón y no tenía consuelo. Hasta fea estaba, ella que era tan preciosa, de tanto llorar: con los ojos como chiles y la nariz como un tomate.

¡Ay, Dios mío, ¡Qué fue aquello! De pronto entra un príncipe muy hermoso, la coge de una mano, se la lleva y la mete en una carroza de plata. Sale la carroza que se quiebra para la Catedral y allí los casa el señor Obispo. Vuelven al palacio y ¡qué bailes y qué fiestas!

La pricesa no sabía si estaba dormida o despierta. Cuando comenzó el baile, ella bailó con su marido y todo el mundo les hizo rueda, y no tanto por admirarla a ella como a él. Las otras dos princesas que se habían burlado antes del triste novio y de su carga de leña, estaban ahora con su poquito de envidia y no hallaban en donde ponerlo. Y todo el mundo: ¡ Juan arriba y Juan abajo!

Juan se fue a un rincón, sobó su varillita y le dijo: –Varillita, varillita, por la virtud que Dios te dió, que la casilla de nosotros se vuelva un palacio de cristal y mi madre una gran señora.

Y así fue: la viejita estaba en la cocina en pleitos con el fuego y echando de menos a Juan, que de unos días para acá se le había vuelto muy pata caliente, cuando oyó un ruidal y como que se mareaba: al volver en sí, se vió en una gran sala de cristal con muebles dorados y ella sentada en un sillón, vestida de terciopelo y abanicándose con un abanico de plumas; a su alrededor una partida de sirvientes que se querían deshacer por sonarle la nariz, por abanicarle y hasta por llevarla en silla de manos allá fuera. Por todas partes salían y entraban criados muy atareados. De pronto oyó ruidos de coches, y en la sala vecina comenzó a tocar una música que era lo mismo que estar en el Cielo. Por último ve entrar una pareja, como quien dice un rey y una reina … ambos le echaron los brazos y la voz de Juan que dice: — Mamita, aquí tiene a mi esposa. Y más atrás venían el rey, la reina, las princesas y cuanto marqués y conde había en el país.

Allá al anochecer, estaba la fiesta en lo mejor, llegaron los hermanos que andaban de parranda. Juan los encerró en un cuarto, y otro día cuando estuvieron frescos, les contó lo que pasaba y que si se formalizaban, los casaba con las otras princesas. De veras, ellos se formalizaron y se casaron. Juan y su esposa fueron reyes y todos vivieron muy felices.

el tonto de las adivinanzas


Había una vez una viejita que tenía dos hijos: uno vivo y otro tonto. Al mayor lo creían vivo porque era trabajador, amigo de guardar su plata y de plantarse bien los domingos. El otro gastaba en tonteras cuanto cinco le caía en las manos, y no le importaba un pito andar hecho un candil de sucio; y le decían por mal nombre “El Grillo”.

Un día llegó un vecino y le dijo que en el pueblo andaba el cuento de que el rey ofrecía casar a su hija con aquel que pusiera a Su Majestad tres adivinanzas que no pudiera adivinar, y que le adivinaran otras tres que Su Majestad propondría.

Otro día se levantó el tonto muy de mañana y dijo a la viejita:

–Mama, sabe que he ideado ir yo onde el rey a ver si me gano l’hija. Quien quita que pueda yo sacarlos a ustedes de jaranas.

–Jesús, apiate y mirá estas cosas, –contestó la viejita al oir a su hijo. –Callate, tonto de mis culpas, y no me volvás a salir con tus tonteras. Y lo trapió y le dijo unas cosas que no me atrevo a repetir.

Pero el muchacho metió cabeza, y cuando la viejita lo vio fue ensillando a Panda, su yegua. Entonces, como no había más remedio, se puso a prepararle un almuerzo para el camino. Fue al solar a cortar unas hojitas de orégano para echarle a una torta de arroz y huevo que le hacía, pero como estaba medio pipiriciega no se fijó que en vez de orégano, cogía unas hojas de una yerba que era un gran veneno.

-Por fin el hijo montó a Panda y dijo adiós a su madre y a su hermano, que habían hecho todo lo posible por convencerlo de que desistiera de su viaje.

La pobre viejita salió a la tranquera a verlo irse y le dijo: –Que Dios te acompañe, hijó… Aquí nos dejás sólo Dios sabe cómo. Vas a ver que con lo que vas a salir es con una pata de banco.

El muchacho no hizo caso y cogió el camino. Al mucho andar sintió hambre, desmontó y sacó de sus alforjas el almuercito que le hiciera su madre. Era en un lugar en donde no crecía ni una mata de hierba. Sintió lástima al pensar que la pobre Panda iba a tener que ayunar. Entonces, aunque le tenía mucha gana a la torta, la cogió y se la dio a su yegua y él se comió un gallito de frijoles que bajó con bebida. Apenas la yegua se tragó la torta, cuando cayó pataleando y enseguida murió a consecuencia del veneno de las hojas con que la viejecita quiso dar gusto a la torta, creyendo que eran de orégano.

El muchacho se sentó al lado de su bestia a hacerle el duelo. En esto llegaron tres perros que se pusieron a lamer el hocico a la difunta. ¡Para qué lo hicieron! En seguidita cayeron también pataleando, y a poco murieron.

El tonto hizo un hueco para enterrar a Panda y mientras la enterraba, llegaron siete zopilotes que hicieron una fiesta con los tres perros. A poco los siete zopilotes pararon la vista y cayeron tiesos.

Entonces, el tonto que no era tan dejado como creían, secó sus lágrimas y se dijo: –No hay mal que por bien no venga… Ya tengo mi primera adivinanza.

Siguió anda y anda y se encontró con una vaca que se había despeñado y que estaba en las últimas. La acabó de matar y halló entre su panza un ternerito que estaba para nacer. Lo sacó, asó parte de la carne del animalito y se la comió. Siguió su camino y allá en el peso del día, vio unas palmeras de coco cargaditas de frutas. Como tenía mucha sed, subió a una, cogió unos cocos y bebió su agua.

Por fin llegó al palacio del rey se hizo anunciar como un pretendiente a la mano de su hija. Los criados y los señores se pusieron a hacerle burla:

¡Lo que no han podido personas inteligentes lo va a poder este no-nos-dejes! –decían y se morían de risa.

El rey le hizo algunas reflexiones: Que si no ganaba, lo ahorcaría y que esto y lo de más allá, pero él no hizo caso.

La princesa se horrorizó al imaginar que tuviera que casarse con aquel tonto, y por un si acaso, le propuso que si se salía con la suya, se comprometiera a calzarse (porque era descalzo) y vestirse como los señores y, que si no, no habría nada de lo dicho. Y el tonto dijo que bueno.

Se reunió un gran gentío en el salón del palacio: el rey con su hija en su trono, los ministros, los duques, los marqueses y cuanta persona que era gran pelota en el país. Y va entrando mi tonto muy en ello y con mucha tranquilidad, como si estuviera en la cocina de su casa, dijo: Allá te va la primera, señor rey:

“Torta mató a Panda,
Panda mató a tres;
Tres muertos mataron a siete vivos”.

El rey se puso a reflexionar y fue de reflexionar como una hora, y no pudo dar en el chiste. Por fin se dio por vencido. El tonto explicó: –Panda, mi yegua, murió a consecuencia de haberse comido una torta envenenada; llegaron tres perros, le lamieron el hocico y enseguida murieron; bajaron siete zopilotes, se comieron los perros y también murieron.

Luego el tonto dijo: –Allá te va la segunda:

“Comí carne de un animal que no corría sobre la tierra, ni volaba por los aires, ni andaba en las aguas”.

Vuelta el rey a cavilar y al cabo de una hora se dio por vencido. El muchacho explicó: –Encontré una vaca que se había despeñado y que estaba boqueando, la acabé de matar y le saqué de la panza un ternerito que estaba para nacer. Lo asé y comí de su carne.

Luego el muchacho dijo: –Allá te va la tercera:

“Bebí agua dulce que no salía de la tierra, ni caía del cielo”.

Tampoco pudo esta vez adivinar el rey, y el tonto explicó: –Me bebí el agua de unos cocos y ya ves, señor rey, como al mejor mono se le cae el zapote.

Le llegó el turno al rey de proponer sus adivinanzas.

Mandó cortar a una chanchita el rabo y lo puso entre una caja de oro que presentó al tonto y le preguntó: -¿Adivinás lo que tengo aquí? –El se rascó la cabeza y al verse en este apuro, se dijo en voz alta: –”Aquí fue donde la puerca torció el rabo…”

El rey casi se va de bruces.

¡Muchacho! ¿Cómo has hecho para adivinar?

El tonto comprendió que de pura chiripa había acertado, y como no era tan tonto, dijo haciéndose el misterioso: –Eso no se puede decir… Eso es muy sencillo para mí…

Entonces el rey fue a su cuarto, cogió un grillo que cantaba en un rincón, lo encerró entre su mano y se lo presentó. -¿Qué tengo aquí?

El muchacho se puso a ver para arriba, y viendo que nada se le ocurría, se dijo en voz alta: ¡Ah caray! ¡Y en qué apuros tienen a este pobre grillo! (como a él lo llamaban “El grillo”…)

El rey se hizo de cruces, la princesa estaba en un hilo y la gente se volvía a ver, admirada.

–¡Muchacho de Dios! ¿Cómo has hecho para adivinar?

Otra vez los aires misteriosos para contestar:

–Muy fácil, pero no se puede decir…

Mandó a hacer el rey en un salón un altar con cortinas de oro y plata, candelabros de oro, candelas de cera rosada, floreros y muchos adornos, y sin que nadie lo viera, llenó un vaso de estiércol, lo envolvió bien en un paño de oro bordado con rubíes y brillantes y lo colocó en medio del altar. Hizo llamar al tonto y le preguntó:

¿A que no me adivinás qué tengo en este altar?

–¿Qué puede ser? ¿~Qué puede ser? –pensaba el muchacho sudando la gota gorda. –Lo que es ahora sí que no adivino… Lo que me voy a sacar es que me ahorquen… –Luego, casi desesperado, dijo: –Bien me lo dijo mi mama que buen adivinador de m… sería yo.

El rey se quedó en el otro mundo.

–¡Muchacho! ¿Cómo has adivinado? –Y él respondió: –¡Muy fácil! Si así me las dieran todas…

Inmediatamente se comenzaron los preparativos para la boda. La princesa estaba que cogía el cielo con las manos. La pobre no tenía nadita de ganas de casarse con aquel gandumbas.

Llamó al zapatero para que le tomara las medidas a su futuro esposo de unos zapatos de charol, pero le aconsejó se los dejara lo más apretados que pudiera. Lo mismo al sastre con el vestido y mandó a comprar un cuello bien alto.

Cuando llegó el día del matrimonio, el tonto fue a vestirse de señor, pero todo fue ponerse aquellas botas de charol y comenzar a hacer muecas. Le pusieron tirantes, el cuello que casi no le dejaba respirar y las mangas de la leva le quedaban tan angostas que se veía obligado a tener los brazos tan encogidos que parecia un chapulín. Pero lo que no se aguantó fue que le pusieran guantes. Cuando lo vieron fue sacándose la leva y arrancándose el cuello y la corbata y tirando todo por la ventana. Los zapatos de charol fueron a dar a un tejado.

–¡Adió! ¡Caray! –gritó al verse libre de todas aquellas tonteras. –¿Yo por qué voy a andar a disgusto?

La princesa que estaba escondida detrás de una cortina, ya no podía de tanto reir.

El muchacho se fue a buscar al rey y le dijo:

–Mucho me gusta su hija, pero más me gusta andar a gusto. Me comprometí a casarme con ella si me vestía de señor, pero yo no sé cómo hacen para andar con los pies bien chimaos, con el pescuezo metido entre esta baina, bien echados para atrás, que les tiene que doler la caja del cuerpo… Prefiero volverme donde mi mama: allí ando yo como me da mi gana; y si me quedo aquí tendré que pasar mi vida como un Niño Dios en retoque. (*)

Entonces el rey le dio dos mulas cargadas de oro y el tonto se volvió a su casa, donde lo recibieron muy contentos.